Las religiones que se han desarrollado en las sociedades occidentales incorporan la idea de inferioridad de las mujeres y justifican la violencia sobre ellas. En la tradición judeocristiana, que tendrá una influencia enorme en nuestra cultura, se insiste en los rasgos de superioridad del hombre, a la vez que se refuerza sistemáticamente la idea de inferioridad y dependencia de las mujeres.
La sociedad occidental se hizo aún más patriarcal con la extensión de religiones monoteístas como son la judía y la cristiana. Con la creencia en un solo dios, masculino y todopoderoso, las mujeres desaparecen de los templos y de los ritos y sacrificios religiosos, espacio en el que habían tejido un cierto protagonismo.
Los símbolos asociados a lo femenino se degradan y paulatinamente se van asociando al mal, a la destrucción y al pecado. La encarnación inicial del pecado es Eva, la primera mujer que provoca la expulsión del paraíso para el resto de los mortales. Por culpa de Eva, Adán y todos sus hijos se ven condenados.
En el texto común de las religiones judía y cristiana, el Antiguo Testamento, se narran numerosas historias de sometimiento e inferioridad femenina, aunque es principalmente a través de las interpretaciones de los textos sagrados como se va elaborando una doctrina que separa cada vez más a hombres y mujeres, desvaloriza todo lo femenino y representa a las mujeres como portadoras de peligros y ocasiones de pecado.
Entre los grupos judíos y cristianos más ortodoxos encontramos incluso hoy, de un modo similar, la segregación drástica de los espacios y la prohibición de que las mujeres accedan a numerosos ritos religiosos. Las prácticas exageradas de purificación femenina y la connotación de contaminación del encuentro sexual entre el hombre y la mujer alcanzan sus cotas más elevadas en estas religiones.
La doctrina y las normas que la Iglesia católica ha dedicado al matrimonio y a las relaciones entre hombres y mujeres están en consonancia con esa misoginia inicial de los textos sagrados: «Esposa te doy, que no esclava», dice el sacerdote al hombre en el ritual del matrimonio católico. La sola mención de la esclavitud en el momento del matrimonio conlleva una imagen de subordinación para la mujer. Decir que la esposa no ha de ser esclava implica a la vez dos mensajes: que es necesario negarlo porque muchos de los contrayentes así lo piensan, y que lo más cercano a la posición de la mujer en el matrimonio es la esclavitud. La declaración ritual del matrimonio católico, con la connotación de propiedad de la esposa que trasmite, establece una relación de fuerte desigualdad entre los cónyuges, estando ella obligada a obedecer mientras que a él se le invita a no ser excesivamente tirano en su autoridad.
El campo semántico en el que se mueve el ritual del matrimonio cristiano es el de la autoridad del marido y la subordinación de la mujer, el del amo y la esclava, el del poder y la sujeción. La epístola de San Pablo que se lee en la ceremonia del matrimonio reitera la posición subordinada de la mujer: «Estén las casadas sujetas a sus maridos», e insiste, por si acaso alguien no se hubiera apercibido: «Así como la Iglesia está sujeta a Cristo así las mujeres lo han de estar a sus maridos en todo». A continuación exhorta a los maridos a amar a sus mujeres: «Cada uno de vosotros ame a su mujer como a sí mismo; y la mujer tema y ame a su marido». Lo primero y más necesario es el miedo: que tema al marido en primer lugar, luego que le ame. De este modo, el temor de la mujer al marido aparece como pilar fundamental en la concepción católica del matrimonio. En estas palabras queda implícita la legitimidad de la violencia masculina contra la esposa. Desde un punto de vista simbólico, se sanciona el castigo físico del hombre a la mujer.
La doctrina cristiana ha mantenido estas ideas durante siglos. La religión ha influido especialmente en la vida cotidiana de las gentes y en las relaciones entre los sexos en la vida privada. La mujer no tenía control sobre su propiedad ni potestad sobre sus hijos ni independencia económica, por lo que no le quedaba más remedio que aceptar la infidelidad y la violencia y conformarse con el modelo de la esposa sumisa. A las mujeres que se quejaban a su confesor del tratamiento que les daba su marido se les recomendaba aceptarlo como un sufrimiento enviado por Dios y verlo como su propio ascenso al calvario. Debían rezar para que su marido cambiara, pero tenían que aceptar la voluntad de Dios.
Fuente: Inés Alberdi.
Violencia: tolerancia cero.
Fundación La Caixa. Barcelona, 2005 (p. 31 a 34)
La sociedad occidental se hizo aún más patriarcal con la extensión de religiones monoteístas como son la judía y la cristiana. Con la creencia en un solo dios, masculino y todopoderoso, las mujeres desaparecen de los templos y de los ritos y sacrificios religiosos, espacio en el que habían tejido un cierto protagonismo.
Los símbolos asociados a lo femenino se degradan y paulatinamente se van asociando al mal, a la destrucción y al pecado. La encarnación inicial del pecado es Eva, la primera mujer que provoca la expulsión del paraíso para el resto de los mortales. Por culpa de Eva, Adán y todos sus hijos se ven condenados.
En el texto común de las religiones judía y cristiana, el Antiguo Testamento, se narran numerosas historias de sometimiento e inferioridad femenina, aunque es principalmente a través de las interpretaciones de los textos sagrados como se va elaborando una doctrina que separa cada vez más a hombres y mujeres, desvaloriza todo lo femenino y representa a las mujeres como portadoras de peligros y ocasiones de pecado.
Entre los grupos judíos y cristianos más ortodoxos encontramos incluso hoy, de un modo similar, la segregación drástica de los espacios y la prohibición de que las mujeres accedan a numerosos ritos religiosos. Las prácticas exageradas de purificación femenina y la connotación de contaminación del encuentro sexual entre el hombre y la mujer alcanzan sus cotas más elevadas en estas religiones.
La doctrina y las normas que la Iglesia católica ha dedicado al matrimonio y a las relaciones entre hombres y mujeres están en consonancia con esa misoginia inicial de los textos sagrados: «Esposa te doy, que no esclava», dice el sacerdote al hombre en el ritual del matrimonio católico. La sola mención de la esclavitud en el momento del matrimonio conlleva una imagen de subordinación para la mujer. Decir que la esposa no ha de ser esclava implica a la vez dos mensajes: que es necesario negarlo porque muchos de los contrayentes así lo piensan, y que lo más cercano a la posición de la mujer en el matrimonio es la esclavitud. La declaración ritual del matrimonio católico, con la connotación de propiedad de la esposa que trasmite, establece una relación de fuerte desigualdad entre los cónyuges, estando ella obligada a obedecer mientras que a él se le invita a no ser excesivamente tirano en su autoridad.
El campo semántico en el que se mueve el ritual del matrimonio cristiano es el de la autoridad del marido y la subordinación de la mujer, el del amo y la esclava, el del poder y la sujeción. La epístola de San Pablo que se lee en la ceremonia del matrimonio reitera la posición subordinada de la mujer: «Estén las casadas sujetas a sus maridos», e insiste, por si acaso alguien no se hubiera apercibido: «Así como la Iglesia está sujeta a Cristo así las mujeres lo han de estar a sus maridos en todo». A continuación exhorta a los maridos a amar a sus mujeres: «Cada uno de vosotros ame a su mujer como a sí mismo; y la mujer tema y ame a su marido». Lo primero y más necesario es el miedo: que tema al marido en primer lugar, luego que le ame. De este modo, el temor de la mujer al marido aparece como pilar fundamental en la concepción católica del matrimonio. En estas palabras queda implícita la legitimidad de la violencia masculina contra la esposa. Desde un punto de vista simbólico, se sanciona el castigo físico del hombre a la mujer.
La doctrina cristiana ha mantenido estas ideas durante siglos. La religión ha influido especialmente en la vida cotidiana de las gentes y en las relaciones entre los sexos en la vida privada. La mujer no tenía control sobre su propiedad ni potestad sobre sus hijos ni independencia económica, por lo que no le quedaba más remedio que aceptar la infidelidad y la violencia y conformarse con el modelo de la esposa sumisa. A las mujeres que se quejaban a su confesor del tratamiento que les daba su marido se les recomendaba aceptarlo como un sufrimiento enviado por Dios y verlo como su propio ascenso al calvario. Debían rezar para que su marido cambiara, pero tenían que aceptar la voluntad de Dios.
Fuente: Inés Alberdi.
Violencia: tolerancia cero.
Fundación La Caixa. Barcelona, 2005 (p. 31 a 34)
http://www.amnistiacatalunya.org/edu/2/fem/fem-i.alberdi.html
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